Por Ivy Goldstein
Sophie, quien ahora tiene 26 años, tenía solo 12 horas de nacida cuando un pediatra llegó junto a mi cama y dijo algo que me sonó a “bla bla bla, cardiólogo” y “bla bla bla, genetista”. Nada podía haberme preparado para el impacto y el dolor de esas palabras: ni mis seis meses de descanso en cama o las cuatro admisiones hospitalarias durante mi embarazo, ni escuchar “tiene demasiado líquido amniótico” a las 28 semanas, ni las inquietantes e intermitentes premoniciones a lo largo de mi embarazo de que algo no estaba bien; ni siquiera el comportamiento peculiar y distante de las enfermeras en las horas siguientes al parto.
En lo primero que pensé fue en mi hijo de tres años y en cómo el tener una hermana con una discapacidad afectaría su vida. Su exuberante alegría cuando conoció a Sophie por primera vez es el único recuerdo alegre que guardo de la llegada de mi pequeña.
La mañana siguiente, un cardiólogo fue a verme a mi cama para explicarme el estado en el que se encontraba el corazón de Sophie. Tenía una válvula pulmonar rígida y un par de pequeños agujeros, que probablemente se cerrarían por sí solos. El pronóstico era bueno. El cardiólogo me dio esperanzas, a tal grado que le pregunté sobre la posibilidad de tener nietos. Me aseguró que, basándose en el estado cardiaco de Sophie, posiblemente podría tener hijos y convertirme en abuela algún día.
El alivio que me brindó el cardiólogo se desvaneció rápidamente al día siguiente. Un genetista (alias Genetista #1) vino a verme con una noticia ensombrecedora y (algo casi tan grave para mí) una actitud sumamente fría. No podía comprender lo que me decía. Me soltó una letanía de las características físicas de Sophie que estaban fuera del rango “normal”: sus orejas estaban enroscadas y más abajo de lo usual; su puente nasal era demasiado ancho; sus ojos estaban demasiado separados; el espacio debajo de la nariz y encima del labio superior era demasiado pequeño; no tenía huellas dactilares y tenía una apariencia “como de pájaro” (sí, esas fueron sus palabras).
El Genetista #1 parecía convencido de que Sophie tenía uno o dos síndromes. Ambos incluían discapacidades intelectuales de moderadas a severas (aunque él usó el viejo término, la palabra que empieza con “r” que ha sido prohibida por la ley). El corazón me dio un vuelco.
Se ordenaron pruebas genéticas para Sophie. Esperamos los resultados durante semanas. Fue un gran alivio recibirlos finalmente y comprobar que el Genetista #1 estaba equivocado. Las pruebas de Sophie salieron “normales”. Para entonces, y por recomendación de un amigo médico, Sophie ya había visto al Genetista #2. Aunque aún había mucha preocupación, el Genetista #2 no ordenó más pruebas genéticas, sino que le dio seguimiento a Sophie por muchos meses.
Sin tener aún respuestas o, al menos, pistas, Sophie fue entonces referida al Genetista #3. Empezamos a asistir a sus clínicas varias veces al año. El Genetista #3 examinaba a Sophie, notaba su progreso (y valía la pena ir solo para escuchar sus noticias alentadoras), compartía su hipótesis del momento y ordenaba más pruebas genéticas. Para ese momento, aunque tenía un retraso significativo en el desarrollo y estaba recibiendo múltiples terapias, Sophie era una bebé extremadamente feliz.
Mientras seguíamos con nuestras visitas de rutina a la clínica de genética, uno de los neurólogos de Sophie nos dijo que un renombrado genetista francés, el Dr. Jean Aicardi, visitaría Florida, donde vivíamos en aquel tiempo. Si alguien podía diagnosticar a Sophie, era el Dr. Aicardi (alias Genetista #4). Después de un breve examen, el Dr. Aicardi no pudo dar un diagnóstico. Pero compartió la grata noticia de que estaba seguro de que Sophie no tenía una enfermedad degenerativa.
Los primeros años inmersos en esta odisea en busca de un diagnóstico fueron frustrantes y agotadores. Pasamos por innumerables consultas, exámenes de diagnóstico como resonancias magnéticas y tomografías, visitas a la clínica, pruebas genéticas, una gran expectativa por los resultados y decepciones. La sangre de Sophie fue incluso enviada a Bélgica para que se le hicieran pruebas especiales.
Un día, mientras hablaba con una madre en el centro preescolar de Sophie y comparábamos nuestras experiencias en la clínica de genética, descubrimos que a nuestros hijos (que se veían distintos y no se parecían en nada) se les estaban haciendo pruebas para los mismos síndromes. En ese instante, me di cuenta de que la ciencia de la genética era demasiado primitiva para mi gusto. Todo era un gran juego de adivinanzas. Los genetistas buscaban una aguja en un pajar mientras Sophie se sentía cada vez más miserable, y posiblemente, traumatizada por tener que ser sujetada tantas veces para sacarle sangre.
Había llegado a preguntarme: ¿a alguien le importa? Sophie era simplemente Sophie. Me molestaba ver a mi amada hija por el filtro de “¿Qué es lo que está mal con ella?” Muchas cosas estaban bien. Todo lo que quería era disfrutar de Sophie, quien era extraordinariamente alegre (cuando no estaba en el consultorio del médico) y progresaba diariamente. Cuando Sophie tenía cuatro años dejé de hacer las pruebas genéticas. La ciencia genética avanzaría significativamente antes de que yo llegara a apreciar su importancia y su valor.
Avancemos 10 años en el tiempo. Sophie tenía ya 14 años. Nos habíamos mudado de Florida, teníamos un nuevo equipo de proveedores (con la excepción de un genetista, a quien quisimos conservar), y habíamos estado viviendo en Austin durante varios años. Mi curiosidad comenzó a crecer. En una cita con el neurólogo de Sophie, a quien queríamos y respetábamos, pregunté si la genética había progresado en 10 años y si valdría la pena volver a ella. Él pensaba que la ciencia había avanzado considerablemente e hizo la derivación correspondiente.
La Genetista #5 tuvo varias corazonadas y ordenó pruebas. Coordinamos que la extracción de sangre y la limpieza dental de Sophie se hicieran al mismo tiempo, bajo sedación, para que estuviera cómoda. Dos meses después, recibimos la llamada con los resultados. “Sra. Goldstein, tenemos buenas noticias”. Anticipando una gran revelación, mi corazón latió aceleradamente. “Los resultados son normales”. ¿Pero…, qué dice? “No sabemos nada más de lo que sabíamos cuando empezamos y eso son buenas noticias?”, pregunté.
La decepción pasó y volvimos a nuestras vidas ocupadas. No me interesaba hacer más pruebas. La ciencia genética no me había impresionado. ¡Si tan solo supiera en esos momentos cómo me asombraría después!
Cuando Sophie tenía cuatro años y cerramos la puerta a las pruebas genéticas por primera vez, mi imaginación se abrió. Empecé a imaginar que un día un extraño cualquiera (piensen en Albert Einstein) vendría corriendo por la calle tras de nosotros. Estudiaría a Sophie intensamente y luego nos contaría todo sobre ella. Esta fantasía persistió a lo largo de los años. Parte de mí creía que se haría realidad.
Cuando Sophie tenía 17 años, una amiga que nunca me llama al trabajo me llamó repentinamente ahí. Acababa de ver a su estilista, quien le preguntó por la joven (Sophie) que había visto recientemente con mi amiga en un restaurante. Aunque la estilista no se había acercado a nuestra mesa, se fijó en Sophie y pensó que se parecía a su sobrina, quien tiene un raro síndrome genético. ¡Dios mío! La curiosidad regresó. Hablé con nuestra genetista estatal, que también era una amiga (la Genetista #6). Ella estaba segura de que Sophie no tenía ese síndrome en particular, pero nos animó a volver con la Genetista #5 para hacer más pruebas. Y así lo hicimos.
La Genetista #5 ordenó un estudio de micromatriz junto con algunas otras pruebas. Esperamos los resultados y obtuvimos más “buenas” noticias. Los resultados fueron normales. Nos enteramos de que había una prueba más avanzada llamada secuenciación del exomo completo. Aunque el seguro cubriría el 100% del costo, no tenía suficiente fe en la ciencia genética para justificar el gasto, incluso si no salía de mi bolsillo. Tampoco investigué la “secuenciación del exoma completo” para saber más sobre ella.
Varios años después, poco antes de que Sophie cumpliera 21 años, la curiosidad comenzó a asomarse de nuevo. Pensaba también en mi hijo, que ya era un adulto. ¿Y si un día quería tener hijos? ¿Hay algo que podamos identificar en Sophie que marque una diferencia para él? En el aspecto práctico, también me preocupaba que la cobertura del seguro para las pruebas genéticas fuera más difícil de obtener después de los 21 años. Les pedí su consejo a mi amiga genetista (la Genetista #6) y al neurólogo de Sophie. Ambos nos animaron a seguir adelante con la prueba.
La secuenciación del exomo completo implicaba un proceso muy diferente al de las pruebas anteriores. Se requería una sesión previa con un consejero genético. Mi sangre también fue analizada. El análisis tomaría seis meses y los resultados serían presentados estrictamente en persona por la Genetista #5, y no por teléfono.
Finalmente llegó el día de obtener los resultados. Algunos amigos fueron a la cita con nosotros. Anticipando más “buenas noticias”, tenía prisa por acabar con eso e irme a trabajar. La Genetista #5 entró en la sala cargando un montón de papeles. Empezó a hablar. Cuando me di cuenta de que no había comprendido ni una sola palabra, la detuve. “Estás tratando de decirnos algo. Antes de continuar, solo necesito saber: ¿es algo grande o algo pequeño?” Desconfiaba ya de la ciencia genética y necesitaba el contexto. “Es algo grande”, nos dijo. “Su hija tiene un diagnóstico confirmado del Síndrome de Mowat-Wilson”.
Nos quedamos ahí sentados, sin palabras y sin aliento. Después de 21 años, cuatro meses y cuatro días, Sophie tenía un diagnóstico confirmado. ¡Tenía un manual de instrucciones, después de todo! En un solo y asombroso momento, todo había cambiado y nada había cambiado. Mi vibrante, dulce y divertida Sophie seguía siendo Sophie. Solo que ahora teníamos una mejor comprensión de sus convulsiones, el retraso en el lenguaje expresivo, la enfermedad cardiaca congénita y otras cosas, lo que nos ayudaría a atender mejor sus necesidades de salud y asegurar su bienestar futuro.
El tiempo se detuvo mientras se nos explicaban los sorprendentes hallazgos.
El Síndrome de Mowat-Wilson (MWS) es una rara enfermedad genética. Solo pocos cientos de personas en todo el mundo la tienen. Se caracteriza por una mutación del gen ZEB2. Existen recursos para las familias, entre ellos una fundación y grupos de Facebook. Sophie y yo recibimos una calurosa bienvenida a esa comunidad mundial de familias, que comparten una profunda conexión.
Con el tiempo, quise más. Cada vez que veía un mensaje de Facebook de un joven con MWS en algún lugar del mundo, anhelaba que Sophie pudiera conocer aunque sea a uno de sus hermanas o hermanos genéticos.
Una noche, varios años después de que Sophie recibiera su diagnóstico, vi una foto publicada por un amigo en Facebook, que mostraba obras de arte locales hechas por adultos con discapacidades. Allí, junto a las hermosas artesanías, había una joven con rasgos faciales inconfundiblemente familiares. Advertí el largo mentón y las cejas pobladas que son características distintivas del MWS.
Tras pedírselo insistentemente, mi amiga que publicó la foto se comunicó con la familia. La joven, Alli, es trilliza (¡sí, trilliza!) y no se había sometido a pruebas genéticas en años. Ahora que tenía 22 años, se pueden imaginar la sorpresa de sus padres al ser contactados de la nada sobre la posibilidad de que Alli tuviera un síndrome genético raro. Nos conocimos en persona varias semanas después. Para entonces, la madre de Alli había hecho ya su propia investigación en línea. Ver a nuestras chicas juntas (¡como dos gotas de agua!) no dejó ya lugar a dudas. Las pruebas genéticas posteriores confirmaron lo que ya sabíamos: Sophie y Alli son hermanas del MWS. Nuestras familias están a 30 minutos de distancia una de la otra. El juntar a nuestras gemelas genéticas para que convivan nos permite compartir experiencias y da más alegría a nuestras vidas.
Hoy en día, gracias a las maravillas de la ciencia genética moderna, se puede diagnosticar el síndrome de Mowat-Wilson en los bebés e incluso en el útero. Si Sophie hubiera nacido ahora, probablemente no habríamos tenido que reunirnos con tantos genetistas, la mayoría de los cuales hicieron lo mejor que pudieron con las pocas herramientas que tenían a su disposición.
Si una familia se entera de que su hijo tiene una enfermedad genética grave cuando este es pequeño, puede beneficiarse de las conexiones inmediatas con otras familias y del intercambio de valiosa información de salud. Al mismo tiempo, y a diferencia de lo que nos pasó a nosotros cuando el misterio de Sophie finalmente se resolvió, las familias pueden sentir dolor y pena. Yo también tuve estos sentimientos, desde que Sophie tenía solo unas horas de vida.
Con el tiempo, muchas familias que tienen hijos con discapacidades descubren, como lo he hecho yo, que si bien enfrentamos retos significativos, nuestros hijos tienen una capacidad especial para atraer amor y bendiciones.