6 de Diciembre de 2016 | De: DeAnna Medart
Categorías: Apoyo para la familia
Mi hija fue diagnosticada con diabetes tipo 1 a la edad de 6 años. Esos primeros años fueron fáciles, tenía control total.
Pero luego llegaron los años de adolescencia.
Criar un adolescente con una condición de salud crónica es aterrador. Mi hija no se propuso ser rebelde, pero sencillamente quería lo que quiere cada adolescente -ser uno más de la multitud, no diferente. Ella quería tomar o comer cualquier cosa, en cualquier momento, igual que sus amigas. Ella no quería tener que pararse a mitad de a clase, ensayo de banda o prueba para comer algo o verificar sus niveles de azúcar en la sangre. Mi hija no quería utilizar nada que la identificara, en sus palabras, como “diferente” de sus amigas. Ella se resistía a la diabetes.
Ella “olvidó” revisar sus niveles sanguíneos o comer un bocadillo. Y se rehusó a usar un rótulo que identificara su condición. Todo esto deterioró su condición con el aumento en sus niveles de glucosa en la sangre (A1-C). Estaba dispuesta a hacer todo lo posible por cuidar su salud. Como escuché esto en cada cita con el endocrinólogo, me sentí como una mala madre.
La regañé y amenacé. Y tuve que tomar decisiones difíciles como "no habrá licencia de conducir a los 16" –lo que le reafirmaba que ella era diferente. Me sentía mal por mi hija, pero la seguridad era la prioridad- tanto suya como de los demás.
En su último año, retrocedí y ella tomó más responsabilidad. Dejé de preguntarle si había analizado sus niveles de azúcar en la sangre y tomó un enfoque diferente. Simplemente le pregunté, "¿Cómo han salido tus números esta semana, cariño?" Y acepto su respuesta. Y como lo hice, ella está más en control.
Pero lo que estaba por venir era lo que nos asustaba a ambos: LA UNIVERSIDAD. Yo no iba a estar allí.
Mi hija tuvo un ciclo de aprendizaje difícil ese primer año. Todavía no quería llamar la atención al estar cuidando de sus necesidades médicas, pero descubrió que el no cuidar de ellas requería una atención más dramática. Después de un par de paseos en la ambulancia al hospital local, se hizo evidente que tomando el tiempo para un bocado o revisar sus niveles de azúcar era mucho mejor que estar en una camilla delante del dormitorio entero.
También me pidió que hiciera algo por ella: hablar con sus amigos, igual que en el primer grado cuando fue diagnosticada.
Ofrecí una "clase" en nuestra cocina. Les enseñé cómo buscar signos, síntomas e indicadores que podría anunciar un nivel bajo de azúcar en la sangre. Les enseñé nutrición básica. Les enseñé cómo medir azúcar en la sangre, y lo más importante, les enseñé cómo dar una inyección de glucosa.
Ahora ella tiene 26 años graduada de la Universidad con una gran vida. La diabetes ha dejado consecuencias -ella ahora tiene un soplo en el corazón- y aún estoy preocupada. Siempre lo estoy. Soy su madre.
Pero ella ha probado que puede hacerse cargo de su salud. Sencillamente tuve que dar un paso hacia atrás para que ella tomara las riendas.
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Una de mis frases favoritas es, “hay dos regalos que debemos dar a nuestros hijos: uno son las raíces y el otro las alas". Como madre, no podría estar más de acuerdo. Nuestros hijos necesitan raíces para crecer y alas para elevarse.
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